Cuando, el
primer domingo del Adviento de 1969,
se introdujo en la misa del Novus Ordo,
o misa de Pablo VI (1897-1978),
muchos se desconcertaron, otros por el contrario se entusiasmaron. Algunos se
afligían por la pérdida de un rito milenario y de un misal que remontaba al siglo XVI.
A petición
del Concilio de Trento (1545-1563), San Pio V(1504-1572) realizó la visión
del misal, que aprobó el 14 de julio de 1570, con la bula Quo
primun tempore; el pontífice lo promulgo y lo sustituyó a
aquellos ritos que no podían prevalerse de una antigüedad de al menos
doscientos años, ordenando a todas las iglesias y dignidades eclesiásticas “en
virtud de la santa obediencia, abandonar en el futuro y enteramente todos los
otros principios y ritos, por antiguos que sean, provenientes de otros misales,
los cuales han tenido el hábito de usar; y cantar o decir la misa según el
rito, la manera y la regla que Nos enseñamos por este Misal; y que ellos no
podrán permitirse añadir, en la celebración de la Misa, otras ceremonias ni
recitar otras oraciones que las contenidas en el Misal”.
Y sin
embargo, en aquel domingo de 1969,
algunos se alegraban de esa revolución
litúrgica que era en la práctica
el sello del nuevo pensamiento que
había madurado en el seno de la iglesia, y que había caracterizado al Vaticano II: la Iglesia se había “abierto” al mundo,
iba a su encuentro con entusiasmo y ya no condenaba el error, sino que era comprensiva y flexible.
Benedicto XVI, en su día, se contaba entre el número de los
desconcertados: “El segundo gran evento al comienzo de mis años de Ratisbona fue la publicación
del misal de Pablo VI, con la prohibición
casi completa del misal precedente, tras una fase de transición de cerca de
seis meses. El hecho de que, después de un periodo de experimentación que a
menudo había desfigurado profundamente la liturgia, se volviese a tener un
texto vinculante, era algo que había que saludar como seguramente positivo.
Pero yo estaba perplejo ante la prohibición del Misal antiguo, porque algo
semejante no había ocurrido jamás en la historia de la liturgia. Se suscitaba
por cierto la impresión de que esto era completamente normal. El misal
precedente había sido realizado por Pio V en el año 1570, al concluir el
Concilio de Trento; era, por tanto, normal que, después de cuatrocientos años y
un nuevo Concilio, un nuevo Papa publicase un nuevo misal. Pero la verdad
histórica era otra. Pio V se había limitado a hacer reelaborar el misal romano
entonces en uso, como en el curso vivo de la historia había siempre ocurrido a
lo largo de todos los siglos. Del mismo modo, muchos de sus sucesores
reelaboraron de nuevo este misal, sin contraponer jamás un misal al otro. Se ha
tratado siempre de un proceso continuado de crecimiento y de purificación en el
cual, sin embargo, nunca se destruía la continuidad. Un misal de Pio V, creado
por él, no existe realmente. Existe solo la reelaboración por la ordenada como
fase de un largo proceso de crecimiento histórico. La novedad, tras el concilio
de Trento, fue de otra naturaleza: la irrupción de
la reforma protestante había tenido lugar sobre todo en la modalidad de
“reformas” litúrgicas.
No
existía simplemente una Iglesia católica junto a otra protestante; la división
de la Iglesia tuvo lugar casi imperceptiblemente y encontró su manifestación más
visible e históricamente más incisiva en el cambio de la liturgia que, a su
vez, sufrió una gran diversificación en el plano local; tanto, que los límites
entre lo que todavía era católico y lo
que ya no lo era se hacían con frecuencia difíciles de definir. En esta
situación de confusión, que había sido posible por la falta de una normativa
litúrgica unitaria y del pluralismo litúrgico heredado de la edad Media, el
Papa decidió que el “Missale Romanum”, católico sin ninguna duda, debía ser
introducido allí donde no se pudiese recurrir a liturgias que tuviesen por lo
menos doscientos años de antigüedad.
(…)
Ahora, por el contrario, la promulgación de la prohibición del Misal que se
había desarrollado a lo largo de los siglos desde el tiempo de los sacramentos
de la iglesia antigua, comportó una ruptura en la historia dela liturgia cuyas consecuencias
solo podían ser trágicas. Como había ocurrido muchas veces anteriormente, era
del todo razonable y estaba plenamente en línea con las disposiciones del
Concilio que se llegase a una revisión del Misal, sobre todo considerando la
introducción de las lenguas nacionales. Pero en aquel momento acaeció algo más:
se destruyó el antiguo edificio y se construyó otro, si bien con el material
del cual estaba hecho el edificio antiguo y utilizando también los proyectos
precedentes. No hay ninguna duda de que este nuevo Misal comportaba en muchas
de sus partes auténticas mejoras y un verdadero enriquecimiento, pero el hecho
de que se presentase como un edificio nuevo, contrapuesto a aquel que se había
formado a lo largo de la historia, que se prohibiese este último y se hiciese
aparecer la liturgia de alguna manera, no ya como un proceso vital, sino como
un producto de erudición de especialistas y de competencia jurídica, nos ha
producido unos daños extremadamente graves. Porque se ha desarrollado la
impresión de que la liturgia se “hace”, que no es algo que existe antes que
nosotros, algo “dado”, sino que depende de nuestras decisiones. Como
consecuencia de ello, no se reconoce esta capacidad solo a los especialistas o
a una autoridad central, sino que, en definitiva, cada “comunidad” quiere darse
una liturgia propia”.
La destrucción de un rito tan rico en sacralidad y belleza no se había hecho solamente en detrimento de la
representación visual y auditiva, sino que ha producido una consecuencia mucho
más trágica: ha
minado la fe, la ha golpeado de manera muy dura. El pretexto
principal de esta revolución,
desarrollado por la comisión Litúrgica
(ya activa en el pontificado de Pio XII), bajo el cayado de Monseñor
Annibale Bugnini (1912-1982), era que los fieles tuvieran una
mejor comprensión de la liturgia por dos razones: la lengua (el latín, se
decía, alejaba en lugar de acercar) y la “participación
activa”, a través de un dialogo directo que el sacerdote, vuelto no ya
hacia Dios sino hacia el pueblo, iba a instaurar con los fieles. Joseph Ratzinger escribía hace algunos
años:
“Hay
una cosa que debe quedar clara. La liturgia no debe ser un terreno de
experimentaciones de hipótesis teológicas. En el curso de esos últimos
decenios, conjeturas de expertos han entrado demasiado rápidamente en la
práctica litúrgica, a menudo corto-circuitando la autoridad eclesiástica, por
intermedio de comisiones que supieron expresar al nivel internacional su
acuerdo del momento, y que supieron transformarlo en la práctica en ley
liturgia deriva su grandeza de lo que es, y no de lo que hacemos con ella.
Nuestra
participación es ciertamente necesaria, pero como un medio para introducirnos
humildemente en el espíritu de la liturgia y para servir a Aquel que es el verdadero
sujeto de la liturgia: Jesucristo.
La
liturgia no es la expresión de la conciencia de una comunidad, que por otro
lado es variable y cambiante.
Es
la Revelación acogida en la fe y en la oración…”
Esta misa
apareció como una concesión hecha a los
protestantes, y para los
fieles fue un alejamiento, domingo tras domingo, del Santo Sacrificio. El Novus Ordo, poniendo en el centro la comunidad y el hombre, por consideración
hacia el pensamiento antropocentrista
moderno, ya no permite crear
esa atmosfera propicia a la sacralidad y por lo tanto a la comprensión de la
renovación del Santo Sacrificio, del cual por otro lado ya no se habla. Al
suprimir la noción de sacrificio, al reducir
la misa a un memorial de la Cena, al
orientarse, no ya hacia Dios, sino hacia el pueblo (los sacrificios, desde los
tiempos más antiguos, siempre se habían dirigido a las divinidades, nunca a las
personas), la asamblea es quien se convierte en protagonista. El tabernáculo fue incluso retirado
a menudo del presbiterio para ser colocado en la “reserva eucarística”.
El pensamiento moderno occidental había
tenido su triunfo no solamente en la sociedad y en la cultura, sino también en
la Iglesia, hasta en la sustancia del Credo: el Santo Sacrificio,
precisamente.
Así
ocurrieron las cosas, y es el drama que vivimos. En efecto, aunque Benedicto XVI, bien consciente de la gravedad de un rito
destruido, liberó la santa misa de siempre con el Motu proprio Summorum
Pontificum en 2007, los obstáculos con que muchos
sacerdotes se dan de bruces para poder celebrarla son muy numerosos. Esta misa
es entonces un signo de contradicción: para celebrarla es necesaria una suerte
de “conversión”, en la cual la fe se
limpia de las incrustaciones de una mentalidad que ha hecho del cristianismo
una ideología más bien que una fe religiosa.
Gracias a
especialistas de gran envergadura, como el teólogo Brunero Gherardini, ligado a Santo Tomas de Aquino (1225-1274) y a
la gloriosa Escuela Romana, o como el oratoriano Jonathan Robinson, fundador
del Oratorio de San Felipe Neri en el Canadá, descubrimos, con terror y
temblor, que la Nouvelle Theologie, que
caracteriza una parte importante de la formación dispensada en los seminarios y
en las facultades de teología desde hace cincuenta años, ha sido influenciada
por los filósofos modernos. Detrás de Chenu
(1895-1990), Danielou
(1895-1990),
Danielou (1905-1974), Congar
(1904-1995), de Lubac
(1896-1991),
Rahner (1904-1984), estaban Hume (1711-1776), Kant (1724-1804), Hegel
(1770-1831), Comte (1798-1857)…
Es
justamente Kant, en La religión en
los límites de la mera razón, quien afirmo: “No hay más que una sola
(verdadera) religión; pero puede haber diferentes suertes de fe. Se puede
añadir que en la pluralidad de las Iglesias, distintas unas de otras por la
diversidad de sus creencias especiales, podemos encontrar sin embargo una sola
y misma religión”. He aquí el
relativismo religioso tan temido por
|
el cardenal John Henry Newman (1801-1890). Ese
relativismo que lleva a afirmar que el Evangelio es una historia como muchas
otras….
Este
pensamiento filosófico ha penetrado tanto en la cultura y la mentalidad que ha
contaminado el propio culto divino, y a causa de este proceso el culto dado a
Dios ya no es objetivo, independiente de lo que sentimos o de lo que
experimentamos, sino que se convierte en una expresión subjetiva, modificable a
voluntad. Benedicto XVI ha observado que se interpretaba como una autorización
o incluso una obligación de creatividad, “lo cual llevó a menudo a deformaciones de
la Liturgia al límite de lo soportable”
Las deformaciones arbitrarias de la liturgia han causado heridas profundas al
pueblo de Dios y a la misma Iglesia. El iluminismo negó la Revelación. Las
ideas clave del iluminismo fueron: laicismo,
humanismo, cosmopolismo, libertad de palabra, de comercio, libertad estética,
libertad en relación con el poder monárquico (había
que combatir la idea de un soberano único, cuyo poder venía de lo alto, para
dirigir la atención sobre la Republica, cuyo poder venia de abajo, sin
intervención divina. Es así como se abatió la idea de Cristo Rey).
De libertad en libertad nació la idea, que vivimos hoy, de decidir cada uno por
sí mismo; es así como la libertad se aplicó también a lo que antaño la Iglesia
llamaba vicios y pecados.
Kant, con su religión moral,
excluyó
los sacramentos y la Iglesia del horizonte de la vida del
hombre moderno. La religión se convirtió en un asunto personal,
función de una moral que estructura la sociedad. En Hume se llega a la exclusión de Dios, que viene a ser
completamente eliminado de la existencia del hombre. El empirismo ocupa el lugar de la metafísica y Dios ya no es el
creador, sino un ser inútil. Hegel y Comte realizaron el paso
siguiente al subrayar la importancia de
la comunidad y del estudio de la
sociedad como aquella que orienta la vida del hombre, y de hecho se
sustituye a Dios.
Todo
ello ha tenido un impacto devastador sobre la vida litúrgica y sacramental.
Hegel, a diferencia de Hume,
no deja desaparecer a Dios, sino que lo somete a las necesidades de la comunidad. Se
trata del auto celebración de la comunidad que se representa a sí misma. El culto no es ya una ascensión hacia
Dios, una eliminación de la fuerza de gravedad de las miserias y de los
pecados, sino
un abajamiento de Dios a las dimensiones humanas. Ese culto se convierte entonces en una fiesta que la comunidad hace ella misma y para
sí misma.
La concepción no es ya la misma. De la adoración de Dios, se pasa a un círculo que
gira entorno a sí mismo. Pero como hemos podido constatarlo en el
curso de estos últimos decenios, se desemboca en la frustración,
la sensación de vacío, el cansancio y el aburrimiento.
Las ideas de
comunidad, razón, ciencia, democracia, valores como los derechos del hombre,
libertad política y religiosa, encuentran su formulación en la obra de los pensadores del siglo XVIII.
Robinson afirma con razón:
“Mi
opinión es que los hombres de Iglesia no han prestado hasta ahora suficiente
atención para comprender y evaluar las ideas que han formado el mundo moderno.
El
resultado es que la iniciativa de comprender y predicar el Evangelio ha pasado
a manos del mundo moderno, en detrimento de nuestra tradición cristiana común”.
De hecho se
ha producido una evolución del cristianismo, mejor, lo que ha tenido lugar
ha sido una verdadera
revolución, donde la
Tradición no se ha tomado ya en consideración. Y sin embargo podemos
leer en la contraportada del libro de Monseñor Gherardini Quaecumque dixero vobis:
“Si
quieres conocer la Iglesia, no ignores la Tradición. Si ignoras la Tradición, no hables jamás de la
Iglesia”.
Aun así, el teólogo Rahner afirmará con convicción
que su verdadero maestro fue Martin
Heidegger (1889-1976), discípulo de Hegel…
en el camino la Tradición se ha perdido. La
lente deformante de la filosofía
dialéctica moderna ha arrancado
literalmente la fe a los creyentes, arrojándoles a sendas sin salida, cuando no
animándoles a seguir el “camino que
lleva a la perdición” (Mt 7, 13). Se ha creado una ósmosis
entre el pensamiento secularizado y el pensamiento de los teólogos. Las ideas
nuevas se han introducido en las diversas comisiones y en los organismos de la
Iglesia, que se han ocupado de extenderlas en los seminarios, en las
facultades teológicas, en las parroquias, en las escuelas católicas…
La alocución
de Pablo VI con motivo de la
clausura del Concilio Vaticano II es
emblemática a este respecto. Se discierne en ella la conciencia plena de lo que
ocurrió:
“El
humanismo laico y profano ha aparecido
finalmente en su terrible estatura y, en
cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La
religión del Dios que se hizo hombre se ha encontrado con la religión (pues tal
es) del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha
ocurrido? ¿Un choque, una lucha, un anatema? Eso podría haber ocurrido; pero no
ha tenido lugar. La vieja historia del buen Samaritano ha sido el modelo y la
regla de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía sin límites por los
hombres la ha invadido por completo. El
descubrimiento y el estudio de las necesidades humanas (y son tanto más
grandes cuanto el número de los hijos de la tierra se hace mayor). Ha absorbido
la atención de nuestro Sínodo Reconocedle al menos ese mérito, vosotros,
humanistas modernos, que renunciáis a la
trascendencia de las cosas supremas, y sabed reconocer nuestro nuevo humanismo: también nosotros, más que cualquier
otro, tenemos el culto
del hombre”.
Es evidente
que esto no
está exactamente en línea con la Tradición católica que ha hablado siempre de hostilidad
irreductible entre Dios y el mundo, cuyo príncipe es Satán.
La iglesia
ha dialogado con el mundo, ha abierto la puerta a los que la
habían combatido y la combatían, y ha perdido su función de guía, dejándose arrastrar por la corriente. He aquí como el premio
Nobel de literatura 1980) Czeslaw Milosz
(1911-2004) describe la humillación del pensamiento cristiano cara al
“pensamiento débil”:
“En
el curso de mi existencia, el paraíso y el infierno han desaparecido, la fe en
la vida eterna se ha debilitado considerablemente…la idea de verdad absoluta ha
perdido su posición de supremacía, la historia conducida por la Providencia ha
comenzado a parecerse a un campo de batalla donde tiene lugar un combate entre
fuerzas ciegas”
La liturgia no es algo construido por los hombres, algo inventado para
realizar una experiencia religiosa; es
la alabanza, el homenaje y sobre todo la renovación del Santo Sacrificio.
La mayor parte de los hombres modernos, incluso católicos, pensaban que el Vetus Ordo era una
antigualla, una antigüedad para
viejas devotas amantes de los encajes. El Motu Proprio demuestra exactamente lo contrario: el Vetus Ordo es la posibilidad para el fin de entrar en los
misterios de Dios, porque la Fe es misterio y los jóvenes están muy interesados
y atraídos por la sacralidad de esta Santa Misa.
La deformación
litúrgica ha sido, realmente, el
producto de fuerzas intelectuales que han asfixiado la trascendencia de
Dios, su encarnación y la obra del
Espíritu Santo. Pero la obra
de Dios no es la obra de los hombres.
El Vetus Ordo es la obra de Dios, el nuevo misal es la obra de ciertos
hombres que planificaron un rito apto para satisfacer sus aspiraciones.
En esta época
científica y anti metafísica, los
dogmas, las imágenes y los preceptos de la religión han perdido su fuerza, y han sido sustituidos por la ideología.
En esta época postmoderna las personas ya no creen en una sola verdad, sino que
prestan más atención a las experiencias individuales. Y ya no existe criterio
seguro y correcto de comprensión, apto para definir lo que es pecado y lo que
no es. No obstante, como sostiene Santo
Tomas de Aquino, el hombre tiene una inclinación hacia la verdad, y de
ahí que se produzca una profunda frustración. Estamos, pues, condenados a
vernos en un mundo sombrío, lúgubre, lleno de temores, privado de verdad, de
belleza y de bondad, donde solo aquellos que tienen el control deciden lo que
es bello, verdadero, bueno. Robinson afirma:
“Si
la Eucaristía es fuente y fundamento” de la vida de la Iglesia, entonces la
misión del Cuerpo Místico de Cristo se pone seriamente en compromiso. Es una
cuestión central, no solamente para la iglesia, sino para el mundo entero. Si
la iglesia que San Pablo define como “la columna y el apoyo de la verdad” (I Tm
3,15) había en voz baja de la pasión, de la muerte, de la resurrección y de la
ascensión de Cristo, también el mundo se resiente por ello”.
Mas cuando
la liturgia es una cosa que cada
cual hace por sí mismo para sí mismo, entonces no nos da ya lo que es su
verdadera cualidad: el encuentro con el misterio,
la fuente de nuestra vida. La crisis eclesiástica en la cual nos encontramos
depende en gran parte del hundimiento de la liturgia. Si en la liturgia no aparece ya la comunión de la Fe, la unidad universal
de la Iglesia y de su historia, ¿Dónde aparece todavía la
Iglesia en su sustancia espiritual? Entonces, verdaderamente, la comunidad no hace más que celebrarse a sí misma. Y habida
de que la comunidad en sí misma no tiene
subsistencia, se hace inevitable, en esas condiciones, que se llegue a la
formación de numerosas
corrientes, hasta incluso la oposición, en una Iglesia también
dividida por ideas y practicas litúrgicas relativistas.
Entre los
creyentes influenciados
por ideas modernas, surgió el cansancio por asistir a disputas
religiosas, y se vio emerger el latitudinarismo
y el indiferentismo. Y el sentimiento común fue el de dirigirse hacia una
religión que no tiene ya incidencia en la vida pública, sino que se convierte,
como había diagnosticado Newman, en
un hecho privado, una cuestión personal. El cristianismo, en
doscientos años, se ha convertido en una religión nueva, racional, pacífica y humanista. Pero la propia moral, o la buena
voluntad, tan exaltada Kant (como verdadera religión autentica), termina por
perder consistencia. En efecto la filosofía
vivió y actuó cuando su referencia era todavía la de una sociedad civil
cristiana. Hoy, en una sociedad descristianizada, la propia moralidad está
profundamente minada y lo que está bien para uno, no está bien para otro.
Estamos en una Babilonia. El deísmo del iluminismo desembocó
inevitablemente en la negación abierta de la
existencia de Dios, como lo demostrará Nietzsche
(1844-1900). Hume, entre los más
valientes arquitectos del iluminismo,
y uno de los mejores ejemplos de conciencia laica, propone un nuevo mensaje:
hay que hacer filosofía para
demostrar que no hay lugar para la metafísica,
y después se podrá disfrutar de la libertad producida por la conciencia de esta
ausencia. He ahí el ideal: nada de tensiones, nada de clamores hacia el absoluto metafísico, hay que evitar las elevaciones poéticas. Sus
obras están llenas de odio hacia la religión, en particular la religión
cristiana. Para él la religión es fanática, intolerante, escolástica y
grotesca. Pesaba que un hombre racional no podía ser creyente. La obra La religión
natural tuvo un papel inmenso en el
desarrollo del ateísmo, y su pensamiento ha sido tan poderoso y se ha expandido
tanto que ha influido, en ciertos aspectos, a una parte del mundo católico: los milagros y los novísimos recibieron un golpe fatal en numerosos teólogos. Pensamos en la doctrina de Rahner, en la cual los novísimos perdieron consistencia, un
factor que sigue influyendo en gran medida en la vida cotidiana de la iglesia. Es interesante constatar lo
que Kant decía a propósito de la
oración, que consideraba como un “culto
de cortesanos”, si se hacía para pedir gracias. Escribe:
“Considerar la oración como un medio para obtener la gracias es
un error supersticioso (un fetichismo)”. “Dios no necesita datos sobre nuestros sentimientos íntimos (…) la
oración atañe al progreso moral del sujeto”. Además, ir a la iglesia “es generalmente una buena
práctica, a condición de ser consciente de que puede tener buenos resultados.
Primero
de todo, puede recordar al fiel la obligación de llevar una vida moral; en
segundo lugar, puede considerarse como una obligación directa para con el
individuo en cuanto miembro de la Iglesia ética universal. Ir a la iglesia nos
recuerda el deber de aspirar a obedecer el propio imperativo categórico como
miembros del reino de los fines. El culto dado en la Iglesia, sin embargo , no
debe contener nada que sea incompatible con la verdadera religión del deber (…)
Ir a la Iglesia se convierte en un acto negativo cuando el fiel empieza a
pensar que hace algo agradable a Dios por el solo hecho de que la da culto al
mismo tiempo que otras personas”.
En lo que se
refiere a los sacramentos, Kant tiene una actitud totalmente
negativa. Considera el bautismo como positivo solamente como iniciación a la comunidad
ética cristiana. Salvo eso, “(el rito) en sí mismo no es ni santo, una
acción que, realizada por otros, produzca en el sujeto, al mismo tiempo que la
santidad, la capacidad de recibir la gracia divina; no es pues un medio de gracia, a pesar de la excesiva
importancia que se le atribuía en el origen de la Iglesia griega, cuando se
creía que el bautismo podía borrar de una sola vez todos los pecados, lo cual
revelaba de forma manifiesta el parentesco entre este error y una superstición
casi más que pagana”.
Mientras que
para Kant la fe se transfigura en el
sentido de deber, para Hegel la fe
se transfigura en la filosofía y la religión se hace puerta de acceso a la
propia filosofía. Su pensamiento tuvo una influencia
enorme en la formación de la conciencia del hombre contemporáneo, él es uno
de los principales arquitectos de la
modernidad. Además, numerosos escritos de Hegel y de Marx (1818-1883), que bebió en las fuentes del primero, han influido en los pensadores de la
Iglesia; pensamos, por ejemplo, en toda la teología
de la liberación.
Hegel comenzó sus estudios universitarios como seminarista luterano, después salió del seminario y su mayor
aspiración fue convertirse en un educador del pueblo, ambición que pudo
realizar. Pensaba que la religión
era instrumento más eficaz para transmitir sus ideas, y con él, la noción de
comunidad jugará un papel fundamental: llegó a sostener que si no pertenecemos
a una comunidad, ni siquiera podemos considerarnos humanos. Hegel desarrolló la idea de que en la
existencia humana hay, además del gobierno y de la familia, una estructura que
definió como sociedad civil-, campo de acción de la actividad económica moderna que permite a las asociaciones desarrollarse y prosperar.
Para Hegel la existencia de Dios es
necesaria si queremos comprender el mundo en el que vivimos, pero –y es el nudo
esencial de la cuestión-,el mundo en el cual vivimos le es necesario a
Dios para ser verdaderamente Dios. Dios no desaparece todavía, pero
lo que queda es un Dios reformulado a la luz de las necesidades de la
comunidad. La
teología protestante ha sido influenciada de forma particular por
esta posición; pero esta funesta mentalidad también condicionado a los
católicos, modificando la visión de Dios y del mundo.
El punto de
entrada del idealismo hegeliano en
la conciencia católica está constituido por la creciente conciencia de la
importancia de las ciencias sociales,
es decir de la sociología y de la
psicología. El objeto de investigación de la sociología es la sociedad, y
es en la sociedad, con arreglo a esta concepción, donde encontramos a Dios. La
dimensión sobrenatural es destruida por completo.
Hegel sostiene que una comprensión adecuada de la vida ética no es
posible si no se dispone de un estudio serio que describa la sociedad tal como
es realmente. Y he aquí que Comte entra en escena. Este afirma que la humanidad
tiene necesidad de rendir culto a alguna cosa: esta necesidad será utilizada
para adiestrar a los ciudadanos de modo que obedezcan los preceptos de la nueva
ciencia, pues será la única forma de acercarse a los intereses de los
ciudadanos y animar su desarrollo personal. El sociólogo admite haberse
inspirado en el sistema católico para crear su nueva “iglesia”, en la cual no existe fuera de la sociedad otro punto de
referencia.
El mundo moderno es un producto del iluminismo, de la toma del poder por la
ciencia, de la influencia de los filósofos que hemos mencionado, así como de
las ciencias sociales. Todas estas fuerzas no se han agotado de ningún modo,
sino que forman hoy parte de la conciencia común. Más las ideas que han
contribuido a crear el mundo moderno se presentan como una madeja enredada: fuerzas
ciegas que se oponen en una batalla nocturna, como afirmaba Newman.
La post-modernidad es la continuación y el
agravamiento de los tiempos de la modernidad. Para algunos, es la toma de
conciencia de que el mundo prefigurado por la modernidad no se ha realizado
jamás.
Para otros
es un farrago de interpretaciones salvajes y desordenadas, donde no hay
criterios de medida, de significados ciertos, de identidad. Una ruidosa
maraña.
Después del Concilio Vaticano II, la Iglesia ha renunciado a la idea de que es una sociedad perfecta y de
que tiene función de adversaria de los gobiernos seculares. Además,
no tiene ya ese valor pedagógico que su misión le ha impuesto; sino que su obra
se lleva a cabo al mismo nivel y en los mismos contextos que la de los Estados.
Sin embargo esta visión de unión feliz entre Iglesia y Estado, donde se
realizaría una recíproca fecundación enriquecedora, es de carácter puramente utópico,
en la medida en que el mundo moderno sigue siendo víctima de la teoría y de la
práctica del laicismo, mientras que la identidad de la iglesia tiene un
insoslayable carácter de eternidad, sus reglas son inmutables y, por esa razón,
siempre nuevas, puesto que son ajenas al tiempo que pasa inexorablemente con
sus modas, en el pensamiento y en las costumbres. De ahí la esencialidad de la Tradición, de lo que nos ha sido
transmitido. San Agustín afirma: “hay sacramentos que conservamos, no porque
están escritos sino porque se transmiten”
Llega a
decir: “Yo no creería ni siquiera en el
Evangelio si no me fuese propuesto por la autoridad de la Iglesia.” Hay
también esa definición agustiniana de la Tradición. “la verdad es siempre lo que, con verdadera fe católica, se predica y
se cree por la Iglesia entera desde la antigüedad”, la cual se vincula,
ante litteram, a lo que afirmará, más tarde,
San Vicente de Lernis (hacia
450) : “es verdadera y propiamente católico lo que fue creado en todas partes,
siempre, por todos”. La Tradición
es pues lo que se presenta como un consenso universal, desde la aurora de la
Fe, y que no debe nunca alterarse porque es oro, y el oro debe conservarse. San Vicente declara: “Has recibido oro, debes
entregar oro (…) no plomo,
no bronce, en lugar del precioso metal”.
He aquí la
definición de la Tradición que da Monseñor Gherardini : “ La
tradición es la transmisión oficial, por la Iglesia y por sus órganos
divinamente instituidos para ello e infaliblemente asistidos por el Espíritu
Santo, de la divina Revelación en una dimensión espacio-temporal”.
La lex orandi debe
enseñar la lex credendi.
Tales son los elementos para el retorno a la sacralidad, tales son los cuidados que deben darse a una Fe que ha sido envenenada: volver a
poner a Dios en su lugar, devolver al Santo Sacrificio su
significado real y su dignidad, redescubrir la auténtica identidad del
sacerdote, como alter Chistus, devolver a
los sacramentos y a la gracia el espacio que se les debe.
Es un mundo
en que ya no se comprende más que el lenguaje de la “experiencia”, y donde ya no existen certezas, sino solamente dudas
y miríadas de interpretaciones, Newman
viene en nuestra ayuda.
“Nos
acercamos a la verdad gracias a la experiencia adquirida con el error; nuestros
éxitos son el fruto de nuestros fracasos. No conocemos la buena forma de
actuar, salvo después de habernos equivocado… Sabemos distinguir el bien
únicamente de modo negativo: no vemos enseguida la verdad y nos dirigimos hacia
ella, sino que tropezamos, elegimos el error y nos damos cuenta de que no es la
verdad. Avanzamos a tientas, sin ver, y después de experiencias penosas una
tras otra, agotamos gradualmente las acciones posibles hasta que no queda
ninguna, salvo la verdad. Tal es el proceso que nos permite arrancar la
victoria, caminando a trompicones hacia el reino de los cielos”.
Cristina Siccardi.
|
1)
J.
Ratzinger, Mi vida (titulo original: Ausmeinem Leben Erinnerungen 1927-1977),
Madrid, ed. Ediciones Encuentro, 1997, pp.122-124.
2)
Benedicto
XVI (Joseph Ratzinger), Ante el protagonista. En los orígenes de la liturgia.
Ed. Cantagalli, Florencia, 2009.
3)
Benedicto
XVI, carta a los obispos que acompaña el motu proprio Summorum Pontificum sobre
el uso de la liturgia romana anterior a la reforma de 1970, 7 de julio de 2007.
4)
Quaecumque
dixero vobis. Palabra de Dios y Tradición cara a la historia y la teología,
ed.Lindau, Turín, 2011.
5)
Citado por
Robinson, Messa e modernitá. Un camino….., p.48.
6)
Robinson,
Messa e modernitá. Un camino…..p.25.
7)
Citado por
Robinson, Messa e modernitá. Un camino…., p.84.
8)
Ibid; p.84.
9)
Ibid; p.85.
10)
Ep.54, 1,1.
11)
Contra
Julianum VI, 5, 11.
12)
Commonitorum,
II.
13)
Ibid.
14)
Gherardini,
Quaecumque dixero vobis. Palabra de Dios y Tradición….
15)
Parochial
and Plain Sermons (1834-1843).
FUENTE: SI SI NO NO - REVISTA CATÓLICA ANTIMODERNISTA No 250 - MAYO 2013.
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