lunes, 21 de marzo de 2011

ESPELUZNANTES TESTIMONIOS DE QUIENES HICIERON UNA MALA CONFESIÓN SACRAMENTAL


Marco Antonio Guzmán Neyra | Facebook



ESPELUZNANTES TESTIMONIOS
DE QUIENES HICIERON UNA MALA
CONFESIÓN SACRAMENTAL


El sacramento de la Penitencia o Confesión es el camino para poder levantarte de la desgracia del pecado mortal, sin embargo exige este sacramento mucha disposición para acercarse a él debidamente, porque de otra manera, en lugar de conseguirte la salvación, estarías añadiendo a tus pecados, el peso enorme del sacrilegio, y si así mal confesado te acercases a la Sagrada Mesa ¡ay de ti! Que otra nueva maldad cometerías! Te harías reo del Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo y te tragarías como dice San Pablo, la eterna condenación. A fin de apartarte de tan enorme delito, voy a referirte algunos ejemplos de personas desdichadas, sacadas de la obra de San Ligorio, titulada: “Instrucción al pueblo”.
1. El Impenitente



Dice San Ligorio que en los anales (archivos manuscritos) de los Padres Capuchinos se refiere de uno que era tenido por persona de virtud, pero, se confesaba mal. Habiendo enfermado de gravedad, fue advertido para confesarse, e hizo llamar a cierto Padre, al cual dijo desde luego : - Padre mío : Decid que me he confesado, mas yo no quiero confesarme.- ¿Y por qué?, replicó admirado el Padre, -Porque estoy condenado – respondió el enfermo – pues no habiéndome nunca confesado enteramente de mis pecado, Dios, en castigo me priva ahora de poderme confesar bien. Dicho esto comenzó a dar terribles aullidos y a despedazarse la lengua, diciendo : -“¡Maldita lengua, que no quisiste confesar los pecados cuando podías!”. Y así, haciéndose pedazos la lengua y aullando horriblemente, entregó el alma al demonio, y su cadáver quedó negro como un carbón y se oyó un rumor espantoso, acompañado de un hedor intolerable.
Este es un terrible ejemplo de un hombre que hacía malas confesiones, y después, cuando quiso confesarse debidamente, no pudo; porque bien lo expresa el mismo Dios cuando dice: Me buscaréis y no me hallaréis, y moriréis en vuestro pecado.
2. La doncella sacrílega
Cuenta el Padre Martín del Río que en el Perú vivió una joven india llamada Catalina, la cual servía a una buena señora que hizo que se bautizara y frecuentara los sacramentos. Confesábase a menudo, pero callaba pecados. Llegado el trance de la muerte se confesó nueve veces, pero siempre sacrílegamente y, acabadas las confesiones decía a sus compañeras que callaba pecados; éstas lo dijeron a la señora, la cual sabía ya por su misma criada moribunda que estos pecados eran algunas impurezas. Avisó, pues al confesor, el cual volvió para exhortar a la enferma a que se confesase de todo; pero Catalina se obstinó en no querer decir aquellas sus culpas al confesor, y llegó a tal grado de desesperación, que dijo por último: -Padre dejadme, no os canséis más porque perderéis el tiempo. Y volviéndose de espaldas al confesor se puso a cantar canciones profanas. Estando para expirar y exhortándola sus compañeras a que tomase el crucifijo, respondió: -“¡Qué crucifijo, ni crucifijo! No le conozco, ni le quiero conocer”. Y así murió. Desde aquella noche empezaron a sentirse tales ruidos y fetidez, que la señora se vió obligada a mudar de casa, y después se apareció a Catalina, ya condenada, a una compañera suya diciendo que estaba en los infiernos por sus malas confesiones.
3. La señora mojigata
Cuenta el Padre Serafín Raíz que en una ciudad de Italia, había una noble señora casada que era tenida por santa. A punto de morir, recibió todos los sacramentos, dejando muy buena fama de su virtud. Su hija rogaba de contínuo a Dios por el descanso de su alma. Cierto día, estando en oración, oyó un gran ruido a la puerta; volvió la vista y vio la horrible figura de un cerdo de fuego, que exhalaba un hedor insufrible, y tal fue su terror, que se hubiera echado por la ventana: más la detuvo una voz que le dijo : Hija, detente, yo soy tu desventurada madre, a quien tenían por santa; más por los pecados que cometí con tu padre, y que por rubor nunca he confesado, Dios me ha condenado al infierno; no ruegues, pues, más a Dios por mí, porque me das mayor tormento, Y dicho esto, bramando desapareció.
5. La señora sacrílega
Refiere el célebre Padre Arbiol que había en cierto pueblo una señora en una festividad litúrgica muy solemne fue a confesar y el confesor hallándola en ocasión próxima voluntaria, le dijo que no podía absolverla si no se apartaba primeramente de la ocasión, y que en aquél día no podía recibir la Sagrada Comunión; pero ella quiso recibirla sin hacer caso de lo que le dijo el confesor, y al momento que tuvo la Sagrada Hostia en la garganta, la ahogó, quedando muerta en la misma Iglesia en presencia de mucha gente.
Gran número de casos de esta naturaleza podría referirte, no sólo antiguos, sino también modernos, auque al presente no sucedan tantos, por causa, según creo, de que los buenos por el temor se retraerían de frecuentar los Santos Sacramentos y Jesús, por el amor que nos tiene y para nuestro bien, prefiere dejar impunes visiblemente los sacrilegios y que los buenos le reciban con frecuencia, a que éstos no se atrevan a recibirle, atemorizados por los castigos de los profanadores; pero si a éstos últimos no los castiga visiblemente, ya lo hace invisiblemente con ceguedad de entendimiento, con dureza de corazón y con su abandono en este mundo y después en el otro, con las penas eternas del infierno. Encomiéndate a María Santísima, para que te alcance los auxilios que necesitas para poder recibir con frecuencia y dignamente los Santos Sacramentos.
4. La Princesa
Refiere el Padre Francisco Rodríguez que en Inglaterra, cuando allí dominaba la religión católica, el Rey Auguberto tenía una hija de tan rara hermosura que fue pedida por muchos príncipes. Preguntada por el padre si quería casarse, respondió que había hecho voto de perpetua castidad. Solicitó el Rey la dispensa papal para su hija, pero ella permanecía firme en no aceptarla, diciendo que no quería otro esposo que a Jesucristo; tan sólo pidió a su padre que la dejase vivir retirada en una casa solitaria, y como el padre la amaba, trató de no disgustarla, asegurándole un pensión cual a su rango convenía. Luego que estuvo en su retiro, se puso a hacer una vida santa de ayunos, oraciones y penitencias; frecuentaba los Sacramentos y asistía muy a menudo a un hospital para servir a los enfermos. Llevando tal género de vida, y joven todavía, cayó enferma y murió. Cierta señora que había sido su aya, haciendo oración una noche, oyó un gran estrépito, y vio luego un alma en figura de mujer en medio de un gran fuego y encadenada por muchos demonios, la cual le dijo: “Has de saber que soy la desdichada hija de Auguberto” – “¡¿Cómo?!, respondió la aya, ¿tú condenada después de una vida tan santa?”- “justamente soy condenada por mi culpa”, contestó el alma.- “¿y por qué?”- “Sabe que siendo niña gustaba que uno de mis pajes, a quien tenía afición, me leyese algún libro. Una vez esta paje, después de la lectura, me tomó la mano y me la besó. Empezó a tentarme el demonio, hasta que finalmente con él mismo ofendí a Dios. Fui a confesarme; empecé a decir mi pecado, y mi indiscreto confesor me interrumpió diciendo: “¡Cómo! ¿Ésto hace una reina?”, entonces yo, por vergüenza, dije que había sido un sueño. Entonces después a hacer penitencias y limosnas, a fin de que Dios me perdonase, pero sin confesarme. Estando para morir dije al confesor que yo había sido una gran pecadora; me respondió el confesor que debía desechar aquél pensamiento como una tentación; después expiré y ahora me veo condenada por toda una eternidad”. Y diciendo esto desapareció con tal estruendo, que parecía que se hundía el mundo, dejando en aquél aposento tal hediondez, que duró por muchos días.
Tal vez, amado cristiano, preguntará: ¿Es posible que un alma condenada aparezca? A esto te responderé que sí, y para sacarte de la duda quiero explicarte las razones: escúchame, pues, y vamos por partes: “¿Tú bien crees en las Santas Escrituras y en el Credo?” “Cierto que sí”, me contestarás, o de lo contrario, te diría que eres un hereje. Pues de las Escrituras y del Credo consta que nuestra alma es inmortal. La razón natural nos está clamando que es preciso que sobreviva al cuerpo nuestra alma, para que el pecador pueda recibir de Dios el castigo de sus pecados, que no recibió en este mundo, y el justo, el condigno premio de sus virtudes; de otra suerte, Dios no sería justo. Y se presenta esto tan claro, que aún el mismo Rousseau lo confesó diciendo: “Aunque no existiesen otras pruebas de la inmortalidad de nuestra alma que el triunfo del mal y la opresión de la virtud acá en la tierra, ésta sólo me quitaría cualquier duda que tuviese de ella”. También sabes y crees, según el Credo, en la remisión de los pecados, es decir, que por muchos pecados que haya cometido una persona, si se confiesa bien de ellos, le quedan todos perdonados; pero si se muere sin haberse confesado debidamente, basta un solo pecado mortal para quedar condenado eternamente. Y así como la bien ordenada justicia de la tierra (que es una participación de la justicia del cielo) tiene cárceles y suplicios para encerrar y castigar a los malhechores; también la justicia del cielo tiene cárceles y suplicios en el purgatorio e infierno para los que mueren en pecado o no del todo purificados. Sentados estos principios, valgámonos de una semejanza : ¿Has visto u oído referir que a veces el juez o el tribuna decreta que una de los presos sea expuesta a la vergüenza? Y no todos los demás presos han de salir a la vergüenza, ni cuando sale aquél lo ven todos los habitantes del mundo, ni aun todos los de aquella ciudad donde ha sido expuesto, sino algunos. Aplica ahora la semejanza : Dios Nuestro Señor, Juez Supremo y dueño absoluto de vivos y muertos, en cualquier hora puede ordenar, y algunas veces ha ordenado, que algunos de los encerrados en el infierno, para confusión de aquellos y escarmiento y utilidad nuestra salgan de allá y aparezcan del modo más conforme al fin por el cual les manda aparecer, y cuando aparecen no es menester que todo el mundo los vea, basta los vean algunos y éstos lo participen a los demás, para que, escarmentando todos en cabeza ajena, pongan un gran y especial cuidado en no hacer malas confesiones y para que por medio de una confesión general, acompañada de un verdadero dolor y firme propósito, se enmienden y hagan de nuevo todas las mal hechas, para no tener que experimentar después la misma horrible y desgraciado destino eterno. Este es el fruto y utilidad que debes sacar de todos estos ejemplos.
5. Pelagio, el soberbio
Cuéntase en la crónica de San Benito Abad de un cierto ermitaño llamado Pelagio, que, puesto por sus padres a guardar ganados, hacía una vida ejemplar, de modo que todos le daban el nombre de santo, y así vivió por muchos años. Muertos sus padres, vendió todos aquellos cortos haberes que le habían dejado, y se puso a ermitaño. Una vez, por desgracia, consintió en un pensamiento de impureza. Caído en el pecado, vióse abismado en una melancolía profunda, porque el infeliz no quería confesarlo para no perder el concepto de santidad. Durante esta obstinación pasó un peregrino que le dijo: -“Pelagio, confiésate, que Dios te perdonará y recobrarás la paz que perdiste”- y desapareció. Después de esto resolvió Pelagio hacer penitencia de su pecado, pero sin confesarlo, lisonjeándose de que Dios quizá se lo perdonaría sin la confesión. Entró en un monasterio, en donde fue al momento muy bien recibido por su buena fama, y allí llevó una vida áspera mortificándose con ayunos y penitencias. Vino finalmente la muerte, y se confesó por última vez; más así como por vergüenza había dejado en vida de confesar su pecado, así lo dejó también en la muerte. Recibió el Viático, murió y fue sepultado en el mismo concepto de santo. En la noche siguiente el sacristán encontró el cuerpo de Pelagio sobre la sepultura; lo sepultó de nuevo; mas tanto en la segunda como en la tercera noche, lo halló siempre insepulto, de manera que dio aviso al Abad, el cual, unido con los otros monjes, dijo : “Pelagio, tú que fuiste obediente en vida, obedece también después de la muerte; dime de parte de Dios : ¿Es quizá su divina voluntad que tu cuerpo se coloque en lugar reservado?” Y el difunto, dando un aullido espantoso, respondió: -¡Ay de mí, que estoy condenado por una culpa que dejé de confesar; mira, Abad, mi cuerpo! Y al instante apareció su cuerpo como un hierro encendido, que centelleaba horriblemente. Al punto echaron todos a huir; pero Pelagio llamó al Abad para que le quitase de la boca la partícula consagrada que aún tenía. Hecho esto, dijo Pelagio que le sacasen de la Iglesia y le arrojasen a un muladar, y así se ejecutó.


En este ejemplo se deja ver claramente aquel principio o confesión o condenación para el que ha pecado mortalmente y que todas las obras buenas y penitencias, sin preceder la confesión, de nada sirven para salir del miserable estado de la culpa, a no ser que se tenga un deseo eficaz y verdadero de confesarse, si entonces no se puede. La razón es evidente; el pecado mortal tiene una malicia infinita; para curar esta llaga infinita es absolutamente necesario un remedio infinito; este remedio infinito son los méritos de Jesucristo aplicados por medio de los Sacramentos. Resulta, pues, que si pudiéndose recibir los Sacramentos no se reciben o a lo menos no se desean eficazmente recibir para cuando se pueda, jamás se alcanza el remedio, como desgraciadamente sucedió al infeliz Pelagio.


Este tema no es para asustar a la gente sino que es un principio de moral cristiana , Dios es misericordioso para con los pecadores arrepentidos nos dio este maravilloso sacramento de la penitencia para reconciliarnos , no abusemos de ella , por que nos pueder ir muy mal y eternamente.
Yo me confieso a Dios Todopoderoso y a ustedes hermanos que he pecado mucho de pensamiento , palabra , obra y omisión : por mi culpa , por mi culpa , por mi grandísima culpa . Por eso ruego a Santa María siempre Virgen , a los Ángeles , y a los Santos , y a ustedes hermanos que roguéis por mi ante Nuestro Señor . Amén.

Ave María Purísima , sin pecado concebida.



Bendiciones

Janua Coeli-Puerta del Cielo
ora pro nobis, Amén.