miércoles, 28 de marzo de 2018

REFLEXIONES SOBRE EL CATOLICISMO POSTIZO



Nunca como en la época actual, dominada por la continua vocinglería mediática, la voz de la jerarquía  católica oficial y de los fieles se hizo presente con una sucesión  tan grande de declaraciones, entrevistas, documentos y publicaciones de todo tipo.  Un auténtico atracón para todos los gustos.
Pero a tamaña cantidad, realmente imponente, ¿Qué calidad le corresponde? La pastoral de la jerarquía actual, ya sea oficial u oficiosa,  que efectuó y sigue efectuando la puesta al día de la doctrina y de la misma pastoral respecto de los valores de la modernidad (la famosa puesta al día querida por el Vaticano II), ¿se compadece de hecho con la doctrina y la pastoral de los diecinueve siglos que le precedieron? Y la fe que se basa en dicha pastoral, la fe de los católicos “puestos al día” la fe popular de hoy, ¿se aviene con la fe  de siempre? A nosotros  nos parece que la pastoral se presenta reducida a la mitad, por decirlo así, a causa del silencio que guarda continuamente sobre verdades fundamentales de nuestra fe, al paso  que la fe popular  que hoy prevalece parece ser la de una religión que se asemeja al catolicismo, pero que, en realidad, ya no es verdaderamente católica;  de ahí que se trate de un catolicismo postizo o aparente.
Los novísimos, entregados al olvido
El artículo 208 del Compendio del (nuevo) catecismo de la Iglesia católica corrobora  la doctrina del juicio particular que nos aguarda a cada uno de nosotros tras la muerte: <<tal retribución estriba  en el acceso a la beatitud celestial, inmediatamente o después  de una purificación adecuada en el purgatorio, o bien en la condenación  eterna del infierno >>.
 Y, sin embargo, ¿Cuántos fieles siguen creyendo siguen creyendo hoy en la “condenación eterna del infierno”? ¿Y cuántos párrocos y obispos creen en ella, visto que casi nunca hablan de dicha realidad en sus homilías y documentos? Parece haber sido relegado por entero al olvido el concepto de una justicia divina que distribuye infaliblemente a cada uno, después de la muerte  el premio o la pena eternas a que se hizo acreedor en la vida. Nadie cree ya que será juzgado, que un día tendrá que rendir cuentas de todo lo que hizo, dijo y pensó en esta vida.
 ¿Cuántas veces se oye nombrar el purgatorio y el infierno? ¿Y el mismo paraíso? Diga lo que diga  sobre este punto  el Compendio  del catecismo, el caso es que muy rara vez, por no decir nunca, se les recuerda hoy a los creyentes y a los descreídos que quien muere “en sus pecados “ es decir, sin haberse enmendado, sin haberse arrepentido en Cristo ni haber mudado de vida (aunque solo fuera, por la gracia de Dios, en los últimos tiempos momentos de la existencia), se va derecho al infierno, condenado a permanecer allí por toda la eternidad. Más aún: se deja creer de hecho que el infierno  esta vacío y destinado a permanecer así; en resumidas cuentas: que en el infierno ni hay nadie ni nadie irá nunca a él.
 Esta última es, de hecho, una convicción arraigada hace tiempo en la masa de los fieles, en la que se suele definir ni más ni menos que como la religión popular, la religión tal y como la siente  y practica el pueblo  a diario (una religión cuyos valores, no lo olvidemos, lo comparte la gran mayoría de los italianos, si bien el número de sus practicantes es bastante bajo).
Nadie cree ya hoy en la realidad de la condenación eterna y, por ende, en la del infierno, en la existencia del demonio, tentador y homicida, “padre de la mentira”. En consecuencia, tampoco se cree ya en la existencia del purgatorio.
Se halla difundida la idea de que la salvación la tienen todos garantizada, de que existe una especie de salvación colectiva para todos los hombres, sea cual fuere su religión, no solo para los católicos: basta por ser “buenos” o tener “buena fe” , esto es, mostrarse “solidarios” con el prójimo según los cañones de la rancia “solidaridad” que se hincha hoy a expensas de la verdadera caridad cristiana, la cual nos manda amar al prójimo no por lo mismo, sino por amor a Dios, al Dios verdadero que quiere, ante todo, que el prójimo se convierta a Cristo, y luego, en segundo lugar, que se le ayude en sus necesidades materiales cuando las tenga y en la medida en sea posible.
Un concepto dulzón de la bondad divina
Creemos que semejante modo de pensar puede explicar que se haya perdido la costumbre de frecuentar el sacramento de la confesión. ¿Qué necesidad hay de confesar los pecados si todos estamos ya salvados, si el infierno, suponiendo que exista realmente, está destinado a permanecer vacío? Pero ¿Qué es “el pecado”, en resumidas cuentas? ¿Nada más que un “desorden”? ¿Una falta de “solidaridad”?
Dios es amor, repite la jerarquía hasta la náusea, más sin recordar casi nunca en la homilética que Él es, al mismo tiempo, el juez justísimo que nos juzgara con exactitud y sin apelación al fin de nuestros días.
Entonces, piensan muchos, si Dios es amor y nada más que amor, lo es porque es bueno;  ¿y cómo puede un ser tan bueno arrojar a nadie a la condenación eterna? Si lo hiciera no sería ya bueno ¿Y puede un ser bueno llegar siquiera a castigar? La bondad que se atribuye a Dios (un concepto torcido y dulzarrón de bondad) impide pues, de suyo, la existencia no sólo del infierno, sino hasta la de cualquier tipo de sanción  por parte del ser perfectísimo.
Así disparatan los hijos del siglo, y hoy les hace coro también los católicos, ya sean seglares o eclesiásticos, seducidos como están por el “dialogo” y la “puesta al día”. Este modo de pensar, bastante difundido en la actualidad, ofende a Dios además de olvidar, a nuestro juicio, algunas verdades esenciales:
1)             La existencia del infierno como lugar sobrenatural de expiación eterna para los pecadores impenitentes consta  de la Sagrada Escritura, en la revelación divina: la declararon San Juan Bautista y Nuestro Señor (varias veces), y se halla también en el Antiguo  Testamento.
2)             La idea de una pena (¡y qué pena!) que dura eternamente es terrible a buen seguro para nosotros, los hombres, pero hemos de aceptarla con base en la autoridad de la fuente sobrenatural que nos la atestigua y de la enseñanza constante de la santa Iglesia.
3)             Esta idea no tiene nada de ilógico, en contra de lo pretende los enemigos de la fe verdadera y los católicos “puestos al día”.
En efecto, esta verdad manifiesta la justicia de Dios, quien considera, con razón, que debe castigar con una pena eterna al pecador impenitente, al alma obstinadamente rebelde y perversa, enemiga hasta el fin de Dios y de sus leyes.
Como dijo alguien, y sólo por dar un ejemplo, si el infierno no fuese eterno, no habría diferencia alguna, en fin de cuentas, entre el tálamo incontaminado y la prostituta (que viva y muera sin dejar de ser tal “en sus pecados”). Pero diferencia hay, y es insuperable, por lo demás, como lo es toda diferencia  entre el bien y el mal, entre Dios y mammón. No puede dejar de subsistir por siempre ni de ser reconocida por toda la eternidad  en el premio  y la pena eternos, respectivamente. Además, esta diferencia está destinada a seguir siendo tal por siempre en la intención de la prostituta o del libertino y la libertina endurecidos e impenitentes, que se mofan hasta el fin de sus días de la virtud y de la ley moral establecidas por Dios: es justo, pues, que sean castigados por toda la eternidad.
Sólo la medida insondable de la misericordia  divina puede anular la diferencia perdonando al pecador que se arrepiente, que depone su malsano orgullo y reconoce sus culpas ante Dios, que lo creó. Y eso lo concede también a veces la divina misericordia al final de una vida malgastada en el pecado, gracias a lo que se suele llamar el “arrepentimiento final”, que anunció Nuestro Señor en la parábola de los viñadores, en la cual el amo da al obrero contratado a última hora (“la undécima”)  el mismo salario (la visión beatifica) que al que había trabajado todo el día (Mt 20, 1 – 16).
Pero la gracia de la penitencia final no se concede a todos: constituye la excepción, no la regla, igual que es verdad, por usar el mismo lenguajes que la parábola, que la regla es trabajar seria y  duramente toda la jornada, no solo en su ultima hora útil.
Un antropomorfismo de la peor ralea
La salvación que se concede también “en la hora undécima” es uno de los mayores  y más sublimes  misterios de nuestra fe. Constituye el misterio  de la misericordia  divina, a cuya realización concurren asimismo los fieles de a pie con sus plegarias diarias en pro de la salvación  de los pecadores, unas plegarias por cuyo hacimiento ha abogado la Santísima Virgen con ahincado empeño en el curso de las apariciones que se han verificado  en los últimos tiempos.
 Pero no es posible erigir la excepción en regla, desnaturalizándola, por añadidura,  hasta el punto de quitarle incluso la obligación  del arrepentimiento final.  En otras palabras, no es posible separar la idea del amor divino de la justicia divina. Quien, a la manera de ciertos protestantes, se limita  a creer en un Dios que es sólo “amor” y que, por tanto, absuelve y perdona a todos a priori, con independencia  de su arrepentimiento, se engaña en realidad porque cree en un Dios cuyo imagen esta calcada de la de un hombre bonachón  y acomodadizo, que traga con todo:  una imagen fabricada para nuestro uso y consumo, un antropomorfismo de la peor ralea, que ofende y desfigura la idea de Dios verdadero, Uno y Trino.
Esta divinidad falsa, fabricada por los hombres, tampoco tiene nada que ver con lo que la razón, rectamente empleada, nos puede decir de Dios, visto que es de todo punto irracional concebirlo como una divinidad insensible hasta tal punto a las exigencias de la justicia, que se abstiene de juzgar a los hombres al fin de sus días. Si Dios existe, ¿cómo puede no tener entre sus atributos  el de la justicia? ¿Y no sabrá Él observador la justicia para con los hombres  en esta vida y en la otra?
Ciertamente que sabrá hacerlo, y sin incurrir en contradicción  con el atributo divino del amor a las criaturas, con la misericordia  divina. En efecto, Dios dispone, al juzgar, de todos los elementos de juicio  necesarios, que en cambio, nos faltan siempre a los hombres puestos que, al revés  que Dios, no logramos  ver lo que hay en el corazón  de cada hombre (y a veces ni siquiera en el nuestro).
La misericordia divina, fruto de su bondad, es tan grande que le permite obrar la salvación de todo pecador sinceramente arrepentido, aunque sus pecados sean gravísimos; mas no puede permitirle perdonar  al impenitente, el cual se obstina en defenderle hasta el último instante  de su vida terrenal. Si lo hiciera, Dios incurriría en contradicción consigo mismo, lo cual es imposible. Podemos estar seguros del hecho  de la divina Mono tríada conoce y aplica  de manera infalible las reglas elementales de la lógica (*).
La desnaturalización de la misión de la Iglesia
Conque el catolicismo postizo es el que excluye de hecho a lo sobrenatural de su horizonte y profesa una idea distorsionada  de la divinidad, una idea que resulta hasta ofensiva y ridícula. En efecto, lo sobrenatural casi ha desaparecido de la fe popular de los católicos.
Se cree que todos se salvarán, que nos hallaremos todos juntos en un futuro de felicidad sin pasar por el juicio. Un futuro que, no obstante, permanece vago e indeterminado  en cuanto a su consistencia efectiva, como no podía ser de otro modo. No se habla ya de la Vision  beatifica  en sentido especifico,  patrimonio de solos los elegidos, de los que hayan vivido procurando imitar no al mundo, sino a Nuestro Señor. El dogma  de la Vision  beatifica, que constituye una piedra de tropiezo para el “diálogo ecuménico”, ha sido  sustituido  en la práctica  por la idea de una especie de renovación final del mundo y del universo que comprenderá de algún modo, según parece, a todos los hombres. Una suerte de neo cosmogonía a lo Teihard de Chardin, la cual se inserta en una Vision de la historia de tipo quiliástico, a la zaga de las huellas de Joaquin de Fiore (tan querido de la nouvelle théologie) y del espiritualismo de cuño “ortodoxo” (el de la Iglesia griega, herética y cismática).
Dicho catolicismo fingido o aparente ha renunciado al mismo tiempo, por su propia dinámica interna, a convertir a los incrédulos.
No podía ocurrir de otra manera visto que se le atribuye a la Iglesia militante la finalidad (que no es la suya) de “dialogar” con los pseudovalores  del mundo  profano para realizar  con este lo que se pretende que sea una “solidaridad” capaz de dar  vida a la paz universal en la tierra mediante la unión, se entiende que “democrática”, de todos los pueblos y religiones. El fin de la Iglesia militante se ve, por consiguiente, en la consecución de un objetivo puramente mundano, caduco por fuerza, ambiguo amén de falseador, como todos los objetivos de tipo político.
 Un fin de tal tipo, que fue el que le asignó a la Iglesia la “puesta al día”,  desnaturaliza y traiciona la misión de la propia Iglesia, que no es el pueblo de Dios (mera parte de la Iglesia militante), sino el cuerpo místico de Cristo, que El en persona fundó y , por ende, instituyó sobrenaturalmente para la salvación eterna de las almas mediante la conversión del mundo a Nuestro Señor, no para la unificación del género humano en el brazo de la democracia universal y de todas las religiones.
La cruz, suplantada por la reivindicación de los “derechos humanos”
El catolicismo postizo obtiene, además, un fortísimo alimento de la reforma litúrgica y de la ambigua misa del Novus Ordo, que no ponen el centro de gravedad de la santa misa en la cruz, sino que lo desplazan a la resurrección, como si el santo sacrificio debiera considerarse ahora, sobre todo, como un sacrificio de alabanza por la resurrección, la cual simboliza sin ambages la salvación colectiva de la humanidad, sin necedad de conversión alguna al cristianismo. Ésta es, al menos, una manera muy difundida de entender hoy la misa en la Iglesia popular de los católicos: como celebración  de la resurrección, en medio de la alegría de la colectividad, que concelebra creativamente con el sacerdote (o que celebra en lugar de éste, limitándose el oficiante a presidir la “sinaxis eucarística”).
De hecho, no sólo de la misa se excluye a la santa cruz.
 Antaño constituía ésta el sentido mismo de la vida para el católico, quien, para salvarse, debía procurar “imitar a Cristo” en todos los aspectos y tener siempre presentes la humildad y la mansedumbre de corazón se éste, así como su espíritu de obediencia, que la llevó hasta el  testimonio de la sangre” para hacer la voluntad  del Padre. Los católicos ponen hoy los “derechos humanos “en el puesto de la santa cruz. Eso significa  que ellos, igual que los hijos del siglo, persigue en primer lugar, en sus relaciones con los demás, lo que llaman sus “derechos”.
 Así ha penetrado en la mentalidad  de los católicos la ideología profana de la reivindicación indiscriminada de los “derechos humanos”, concepción materialista y antropocéntrica, instrumentos de relaciones de fuerza perfectamente identificadas, que pretende convertir en “en derecho” toda pretensión del individuo entendido a la manera democrática, es decir, como sujeto bueno por naturaleza, consagrado a la afirmación igualitaria de su puesto derecho a la felicidad terrenal en todas sus formas y manifestaciones.
El compromiso en pro  de los “derechos humanos” ha llegado a ser una de las notas características del catolicismo postizo. Tenemos así el feminismo católico, que no perdona ni siquiera a las monjas; el reivindicacionismo de curas y párrocos que consideran que casarse es un “derecho humano” suyo, y la participación  de la generalidad  de los católicos en el circo de las infinitas reivindicaciones de los “derechos humanos “, desde los derechos   de los niños“ hasta los “de las mujeres”, de los enfermos, de los viejos, de los emigrantes, etc., sin excluir tampoco los  derechos de los amínales” y los “de los diferentes”(entendidos éstos a derechas, es decir, en sentido subversivo , como ya se sabe).
 Al sentirse “solidario” de todos los demás hombres y de sus pseudovalores, que procura promover además de ahondar en su conocimiento aunque contradigan casi siempre a todos los valores del cristianismo, el católico postizo de hoy está convencido de ser “bueno” y merecer el aplauso del mundo.
Responsabilidad
Pero ¿y los pastores? ¿Por qué no intervienen para rectificar las ideas equivocadas hoy dominantes? Alguna intervendrá, es de suponer, bien que con resultados harto magros a juzgar por el conjunto; más la inmensa mayoría se alinea con tales ideas y está saturadas de ellas. ¿Y cómo podría intervenir si fueron ellos precisamente quienes difundieron  las ideas en cuestión, o dejaron que se difundieran, valiéndose para conseguirlo ora de sus prolongados silencios tocante a partes esenciales constitutivas del dogma de la fe, ora de los errores y ambigüedades propalados por la puesta al día: la aceptación al principio profano de la “libertad religiosa”, la reforma litúrgica, la nueva y ambigua definición de la Iglesia, la nueva definición del matrimonio véase  el compendio del catecismo, cit., art. 388, que equipara o antepone el fin secundario del mutuo perfeccionamiento
[Vulgo: mediante la sensualidad] al fin primario de la procreación; etc. Pero si, a pesar de todo, quisieran los pastores intervenir contra el catolicismo postizo que se ha incrustado en la fe popular de un tiempo a esta parte, deberían remachar con fuerza, por ejemplo, la existencia del pecado original, del pecado con toda su fuerza destructiva, del juicio,  del infierno, del purgatorio, del paraíso (para solo los elegidos); en suma: toda la doctrina del pecado original, del pecado actual y de los novísimos , junto con su inevitable consecuencia (lógica además de escrituraria), a saber, que fuera de la Iglesia no hay salvación, salvo en el caso del bautismo de deseo, implícito o explícito. Más si los pastores  hiciesen esto, si corroborasen como Dios manda el dogma  de la fe en sus homilías y cartas pastorales, cesarían de golpe el dialogo y “el ecumenismo” espurio que se procuran hoy por conducto de los errores, omisiones y ambigüedades susodichos; más aún; podría desencadenarse asimismo contra la jerarquía, además de la rebelión de los fieles y de una parte de ella misma, la persecución del mundo (a escala planetaria). Y por eso callan y dejan a las almas a merced de las tinieblas, cada vez más densas, que las envuelven por todas partes. Pero Dios, aunque guarde silencio, no dejará de juzgar tanto a ellos cuanto a nosotros, como nos recuerda el profeta: << Porque yo callaba  y me hacia el desentendido, por eso tú no hiciste caso de Mí. Yo haré conocer cuál es tu justicia, y de nada  te aprovecharán tus obras >>  (Is 57, 11 – 12).
Quirinus

(*)  Entre las razones que explican la eternidad  de las penas  del infierno la más profunda  es la que prueba  que  << el pecador en el infierno esta tan obstinado en su maldad, que, rechazaría en el acto la gracia del arrepentimiento si Dios se la ofreciera misericordiosamente >> (Antonio Royo  Marín, O. p. Teología  de la salvación, Madrid: B. A. C., 1965, p, 327).

FUENTE: SI SI NO NO, AÑO XIV, n. 142 REVISTA CATÓLICA ANTI-MODERNISTA  MAYO 2004
 

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