Nunca como en la época actual, dominada por la continua vocinglería
mediática, la voz de la jerarquía
católica oficial y de los fieles se hizo presente con una sucesión tan grande de declaraciones, entrevistas, documentos
y publicaciones de todo tipo. Un
auténtico atracón para todos los gustos.
Pero a tamaña cantidad, realmente imponente, ¿Qué calidad le corresponde?
La pastoral de la jerarquía actual, ya sea oficial u oficiosa, que efectuó y sigue efectuando la puesta al
día de la doctrina y de la misma pastoral respecto de los valores de la
modernidad (la famosa puesta al día querida por el Vaticano II), ¿se
compadece de hecho con la doctrina y la pastoral de los diecinueve siglos que
le precedieron? Y la fe que se basa en dicha pastoral, la fe de los católicos “puestos
al día” la fe popular de hoy, ¿se aviene con la fe de siempre? A nosotros nos parece que la pastoral se presenta
reducida a la mitad, por decirlo así, a causa del silencio que guarda continuamente
sobre verdades fundamentales de nuestra fe, al paso que la fe popular que hoy prevalece parece ser la de una
religión que se asemeja al catolicismo, pero que, en realidad, ya no es
verdaderamente católica; de ahí que se
trate de un catolicismo postizo o aparente.
Los novísimos, entregados al olvido
El artículo 208 del Compendio del (nuevo) catecismo de la Iglesia
católica corrobora la doctrina del
juicio particular que nos aguarda a cada uno de nosotros tras la muerte:
<<tal retribución estriba en el
acceso a la beatitud celestial, inmediatamente o después de una purificación adecuada en el
purgatorio, o bien en la condenación
eterna del infierno >>.
Y, sin embargo, ¿Cuántos fieles siguen
creyendo siguen creyendo hoy en la “condenación eterna del infierno”? ¿Y
cuántos párrocos y obispos creen en ella, visto que casi nunca hablan de dicha
realidad en sus homilías y documentos? Parece haber sido relegado por entero al
olvido el concepto de una justicia divina que distribuye infaliblemente a cada
uno, después de la muerte el premio o la
pena eternas a que se hizo acreedor en la vida. Nadie cree ya que será juzgado,
que un día tendrá que rendir cuentas de todo lo que hizo, dijo y pensó en esta
vida.
¿Cuántas veces se oye nombrar el
purgatorio y el infierno? ¿Y el mismo paraíso? Diga lo que diga sobre este punto el Compendio
del catecismo, el caso es que muy rara vez, por no decir nunca,
se les recuerda hoy a los creyentes y a los descreídos que quien muere “en
sus pecados “ es decir, sin haberse enmendado, sin haberse arrepentido
en Cristo ni haber mudado de vida (aunque solo fuera, por la gracia de Dios, en
los últimos tiempos momentos de la existencia), se va derecho al
infierno, condenado a permanecer allí por toda la eternidad. Más aún: se deja
creer de hecho que el infierno esta
vacío y destinado a permanecer así; en resumidas cuentas: que en el infierno ni
hay nadie ni nadie irá nunca a él.
Esta última es, de hecho, una
convicción arraigada hace tiempo en la masa de los fieles, en la que se suele
definir ni más ni menos que como la religión popular, la religión tal y como la
siente y practica el pueblo a diario (una religión cuyos valores, no lo
olvidemos, lo comparte la gran mayoría de los italianos, si bien el número de
sus practicantes es bastante bajo).
Nadie cree ya hoy en la realidad de la condenación eterna y, por ende, en
la del infierno, en la existencia del demonio, tentador y homicida, “padre
de la mentira”. En consecuencia, tampoco se cree ya en la existencia del
purgatorio.
Se halla difundida la idea de que la salvación la tienen todos
garantizada, de que existe una especie de salvación colectiva para todos los
hombres, sea cual fuere su religión, no solo para los católicos: basta por ser
“buenos”
o tener “buena fe” , esto es, mostrarse “solidarios” con el
prójimo según los cañones de la rancia “solidaridad” que se hincha hoy a
expensas de la verdadera caridad cristiana, la cual nos manda amar al prójimo
no por lo mismo, sino por amor a Dios, al Dios verdadero que quiere, ante todo,
que el prójimo se convierta a Cristo, y luego, en segundo lugar, que se le
ayude en sus necesidades materiales cuando las tenga y en la medida en sea
posible.
Un concepto dulzón de la bondad divina
Creemos que semejante modo de pensar puede explicar que se haya perdido la
costumbre de frecuentar el sacramento de la confesión. ¿Qué necesidad hay de
confesar los pecados si todos estamos ya salvados, si el infierno, suponiendo
que exista realmente, está destinado a permanecer vacío? Pero ¿Qué es “el
pecado”, en resumidas cuentas? ¿Nada más que un “desorden”? ¿Una falta
de “solidaridad”?
Dios es amor, repite la jerarquía hasta la náusea, más sin recordar casi
nunca en la homilética que Él es, al mismo tiempo, el juez justísimo que nos
juzgara con exactitud y sin apelación al fin de nuestros días.
Entonces, piensan muchos, si Dios es amor y nada más que amor, lo es
porque es bueno; ¿y cómo puede un ser
tan bueno arrojar a nadie a la condenación eterna? Si lo hiciera no sería ya
bueno ¿Y puede un ser bueno llegar siquiera a castigar? La bondad que se
atribuye a Dios (un concepto torcido y dulzarrón de bondad) impide pues, de
suyo, la existencia no sólo del infierno, sino hasta la de cualquier tipo de
sanción por parte del ser perfectísimo.
Así disparatan los hijos del siglo, y hoy les hace coro también los
católicos, ya sean seglares o eclesiásticos, seducidos como están por el “dialogo”
y la “puesta al día”. Este modo de pensar, bastante difundido en la
actualidad, ofende a Dios además de olvidar, a nuestro juicio, algunas verdades
esenciales:
1)
La existencia
del infierno como lugar sobrenatural de expiación eterna para los pecadores
impenitentes consta de la Sagrada
Escritura, en la revelación divina: la declararon San Juan Bautista y Nuestro
Señor (varias veces), y se halla también en el Antiguo Testamento.
2)
La idea de
una pena (¡y qué pena!) que dura eternamente es terrible a buen seguro
para nosotros, los hombres, pero hemos de aceptarla con base en la autoridad de
la fuente sobrenatural que nos la atestigua y de la enseñanza constante de la
santa Iglesia.
3)
Esta idea no
tiene nada de ilógico, en contra de lo pretende los enemigos de la fe verdadera
y los católicos “puestos al día”.
En efecto, esta verdad manifiesta la
justicia de Dios, quien considera, con razón, que debe castigar con una pena
eterna al pecador impenitente, al alma obstinadamente rebelde y perversa,
enemiga hasta el fin de Dios y de sus leyes.
Como dijo alguien, y sólo por dar un
ejemplo, si el infierno no fuese eterno, no habría diferencia alguna, en fin de
cuentas, entre el tálamo incontaminado y la prostituta (que viva y muera sin dejar de ser
tal “en sus pecados”). Pero diferencia hay, y es insuperable, por lo
demás, como lo es toda diferencia entre
el bien y el mal, entre Dios y mammón. No puede dejar de subsistir por
siempre ni de ser reconocida por toda la eternidad en el premio
y la pena eternos, respectivamente. Además, esta diferencia está
destinada a seguir siendo tal por siempre en la intención de la prostituta o
del libertino y la libertina endurecidos e impenitentes, que se mofan hasta el
fin de sus días de la virtud y de la ley moral establecidas por Dios: es justo,
pues, que sean castigados por toda la eternidad.
Sólo la medida insondable de la
misericordia divina puede anular la
diferencia perdonando al pecador que se arrepiente, que depone su malsano
orgullo y reconoce sus culpas ante Dios, que lo creó. Y eso lo concede también
a veces la divina misericordia al final de una vida malgastada en el pecado,
gracias a lo que se suele llamar el “arrepentimiento final”, que anunció
Nuestro Señor en la parábola de los viñadores, en la cual el amo da al obrero
contratado a última hora (“la undécima”) el mismo salario (la visión beatifica) que
al que había trabajado todo el día (Mt 20, 1 – 16).
Pero la gracia de la penitencia final
no se concede a todos: constituye la excepción, no la regla, igual que es
verdad, por usar el mismo lenguajes que la parábola, que la regla es trabajar
seria y duramente toda la jornada, no
solo en su ultima hora útil.
Un
antropomorfismo de la peor ralea
La salvación que se concede también “en la
hora undécima” es uno de los mayores
y más sublimes misterios de
nuestra fe. Constituye el misterio de la
misericordia divina, a cuya realización
concurren asimismo los fieles de a pie con sus plegarias diarias en pro de la
salvación de los pecadores, unas
plegarias por cuyo hacimiento ha abogado la Santísima Virgen con ahincado
empeño en el curso de las apariciones que se han verificado en los últimos tiempos.
Pero no es posible erigir la excepción en
regla, desnaturalizándola, por añadidura,
hasta el punto de quitarle incluso la obligación del arrepentimiento final. En otras palabras, no es posible separar la
idea del amor divino de la justicia divina. Quien, a la manera de ciertos
protestantes, se limita a creer en un
Dios que es sólo “amor” y que, por tanto, absuelve y perdona a todos a priori,
con independencia de su arrepentimiento,
se engaña en realidad porque cree en un Dios cuyo imagen esta calcada de la de
un hombre bonachón y acomodadizo, que
traga con todo: una imagen fabricada
para nuestro uso y consumo, un antropomorfismo de la peor ralea, que ofende y
desfigura la idea de Dios verdadero, Uno y Trino.
Esta divinidad falsa, fabricada por los
hombres, tampoco tiene nada que ver con lo que la razón, rectamente empleada,
nos puede decir de Dios, visto que es de todo punto irracional concebirlo como
una divinidad insensible hasta tal punto a las exigencias de la justicia, que
se abstiene de juzgar a los hombres al fin de sus días. Si Dios existe, ¿cómo
puede no tener entre sus atributos el de
la justicia? ¿Y no sabrá Él observador la justicia para con los hombres en esta vida y en la otra?
Ciertamente que sabrá hacerlo, y sin
incurrir en contradicción con el
atributo divino del amor a las criaturas, con la misericordia divina. En efecto, Dios dispone, al juzgar,
de todos los elementos de juicio
necesarios, que en cambio, nos faltan siempre a los hombres puestos que,
al revés que Dios, no logramos ver lo que hay en el corazón de cada hombre (y a veces ni siquiera en el
nuestro).
La misericordia divina, fruto de su
bondad, es tan grande que le permite obrar la salvación de todo pecador
sinceramente arrepentido, aunque sus pecados sean gravísimos; mas no puede
permitirle perdonar al impenitente, el
cual se obstina en defenderle hasta el último instante de su vida terrenal. Si lo hiciera, Dios
incurriría en contradicción consigo mismo, lo cual es imposible. Podemos estar
seguros del hecho de la divina Mono
tríada conoce y aplica de manera
infalible las reglas elementales de la lógica (*).
La
desnaturalización de la misión de la Iglesia
Conque el catolicismo postizo es el que
excluye de hecho a lo sobrenatural de su horizonte y profesa una idea
distorsionada de la divinidad, una idea
que resulta hasta ofensiva y ridícula. En efecto, lo sobrenatural casi ha
desaparecido de la fe popular de los católicos.
Se cree que todos se salvarán, que nos
hallaremos todos juntos en un futuro de felicidad sin pasar por el juicio. Un
futuro que, no obstante, permanece vago e indeterminado en cuanto a su consistencia efectiva, como no
podía ser de otro modo. No se habla ya de la Vision beatifica
en sentido especifico, patrimonio
de solos los elegidos, de los que hayan vivido procurando imitar no al mundo,
sino a Nuestro Señor. El dogma de la Vision beatifica, que constituye una piedra de
tropiezo para el “diálogo ecuménico”,
ha sido sustituido en la práctica por la idea de una especie de renovación
final del mundo y del universo que comprenderá de algún modo, según parece, a
todos los hombres. Una suerte de neo cosmogonía a lo Teihard de Chardin, la
cual se inserta en una Vision de la historia de tipo quiliástico, a la zaga de
las huellas de Joaquin de Fiore (tan querido de la nouvelle théologie)
y del espiritualismo de cuño “ortodoxo” (el de la Iglesia griega, herética y
cismática).
Dicho catolicismo fingido o aparente ha
renunciado al mismo tiempo, por su propia dinámica interna, a convertir a los
incrédulos.
No podía ocurrir de otra manera visto
que se le atribuye a la Iglesia militante la finalidad (que no es la suya) de “dialogar”
con los pseudovalores del mundo profano para realizar con este lo que se pretende que sea una “solidaridad”
capaz de dar vida a la paz universal en
la tierra mediante la unión, se entiende que “democrática”, de todos
los pueblos y religiones. El fin de la Iglesia militante se ve, por
consiguiente, en la consecución de un objetivo puramente mundano, caduco por
fuerza, ambiguo amén de falseador, como todos los objetivos de tipo político.
Un fin de tal tipo, que fue el que le asignó a
la Iglesia la “puesta al día”, desnaturaliza
y traiciona la misión de la propia Iglesia, que no es el pueblo de Dios (mera
parte de la Iglesia militante), sino el cuerpo místico de Cristo, que
El en persona fundó y , por ende, instituyó sobrenaturalmente para la salvación
eterna de las almas mediante la conversión del mundo a Nuestro Señor, no para
la unificación del género humano en el brazo de la democracia universal y de
todas las religiones.
La cruz, suplantada
por la reivindicación de los “derechos humanos”
El catolicismo postizo obtiene, además,
un fortísimo alimento de la reforma litúrgica y de la ambigua misa del Novus
Ordo, que no ponen el centro de gravedad de la santa misa en la cruz,
sino que lo desplazan a la resurrección, como si el santo sacrificio debiera
considerarse ahora, sobre todo, como un sacrificio de alabanza por la
resurrección, la cual simboliza sin ambages la salvación colectiva de la
humanidad, sin necedad de conversión alguna al cristianismo. Ésta es, al menos,
una manera muy difundida de entender hoy la misa en la Iglesia popular de los
católicos: como celebración de la
resurrección, en medio de la alegría de la colectividad, que concelebra creativamente
con el sacerdote (o que celebra en lugar de éste, limitándose el oficiante a presidir la
“sinaxis eucarística”).
De hecho, no sólo de la misa se excluye
a la santa cruz.
Antaño constituía ésta el sentido mismo de la
vida para el católico, quien, para salvarse, debía procurar “imitar
a Cristo” en todos los aspectos y tener siempre presentes la humildad y
la mansedumbre de corazón se éste, así como su espíritu de obediencia, que la
llevó hasta el “testimonio de la sangre”
para hacer la voluntad del Padre. Los
católicos ponen hoy los “derechos humanos “en el puesto de la
santa cruz. Eso significa que ellos,
igual que los hijos del siglo, persigue en primer lugar, en sus relaciones con
los demás, lo que llaman sus “derechos”.
Así ha penetrado en la mentalidad de los católicos la ideología profana de la
reivindicación indiscriminada de los “derechos humanos”, concepción
materialista y antropocéntrica, instrumentos de relaciones de fuerza
perfectamente identificadas, que pretende convertir en “en derecho” toda
pretensión del individuo entendido a la manera democrática, es decir, como
sujeto bueno por naturaleza, consagrado a la afirmación igualitaria de su
puesto derecho a la felicidad terrenal en todas sus formas y manifestaciones.
El compromiso en pro de los “derechos humanos” ha llegado a ser
una de las notas características del catolicismo postizo. Tenemos así el
feminismo católico, que no perdona ni siquiera a las monjas; el
reivindicacionismo de curas y párrocos que consideran que casarse es un “derecho
humano” suyo, y la participación
de la generalidad de los
católicos en el circo de las infinitas reivindicaciones de los “derechos
humanos “, desde los derechos “de
los niños“ hasta los “de las mujeres”, de los enfermos, de
los viejos, de los emigrantes, etc., sin excluir tampoco los “derechos de los amínales” y los “de
los diferentes”(entendidos éstos a derechas, es decir, en
sentido subversivo , como ya se sabe).
Al sentirse “solidario” de todos los
demás hombres y de sus pseudovalores, que procura promover además de ahondar en
su conocimiento aunque contradigan casi siempre a todos los valores del
cristianismo, el católico postizo de hoy está convencido de ser “bueno”
y merecer el aplauso del mundo.
Responsabilidad
Pero ¿y los pastores? ¿Por qué no
intervienen para rectificar las ideas equivocadas hoy dominantes? Alguna
intervendrá, es de suponer, bien que con resultados harto magros a juzgar por
el conjunto; más la inmensa mayoría se alinea con tales ideas y está saturadas
de ellas. ¿Y cómo podría intervenir si fueron ellos precisamente quienes
difundieron las ideas en cuestión, o
dejaron que se difundieran, valiéndose para conseguirlo ora de sus prolongados
silencios tocante a partes esenciales constitutivas del dogma de la fe, ora de
los errores y ambigüedades propalados por la puesta al día: la aceptación al
principio profano de la “libertad religiosa”, la reforma litúrgica,
la nueva y ambigua definición de la Iglesia, la nueva definición del matrimonio
véase el compendio del catecismo, cit.,
art. 388, que equipara o antepone el fin secundario del mutuo
perfeccionamiento
[Vulgo: mediante la sensualidad] al fin primario de la procreación;
etc. Pero si, a pesar de todo, quisieran los pastores intervenir contra el
catolicismo postizo que se ha incrustado en la fe popular de un tiempo a esta
parte, deberían remachar con fuerza, por ejemplo, la existencia del pecado
original, del pecado con toda su fuerza destructiva, del juicio, del infierno, del purgatorio, del paraíso (para
solo los elegidos); en suma: toda la doctrina del pecado original, del
pecado actual y de los novísimos , junto con su inevitable consecuencia (lógica
además de escrituraria), a saber, que fuera de la Iglesia no hay
salvación, salvo en el caso del bautismo de deseo, implícito o explícito. Más
si los pastores hiciesen esto, si
corroborasen como Dios manda el dogma de
la fe en sus homilías y cartas pastorales, cesarían de golpe el dialogo y “el
ecumenismo” espurio que se procuran hoy por conducto de los errores,
omisiones y ambigüedades susodichos; más aún; podría desencadenarse asimismo
contra la jerarquía, además de la rebelión de los fieles y de una parte de ella
misma, la persecución del mundo (a escala planetaria). Y por eso
callan y dejan a las almas a merced de las tinieblas, cada vez más densas, que
las envuelven por todas partes. Pero Dios, aunque guarde silencio, no dejará de
juzgar tanto a ellos cuanto a nosotros, como nos recuerda el profeta: << Porque
yo callaba y me hacia el desentendido,
por eso tú no hiciste caso de Mí. Yo haré conocer cuál es tu justicia, y de nada te aprovecharán tus obras >> (Is 57, 11 – 12).
Quirinus
(*)
Entre las razones que explican la eternidad de las penas
del infierno la más profunda es
la que prueba que << el pecador en el infierno esta tan obstinado
en su maldad, que, rechazaría en el acto la gracia del arrepentimiento si Dios
se la ofreciera misericordiosamente >> (Antonio Royo Marín, O. p. Teología de la salvación, Madrid: B. A. C., 1965, p,
327).
FUENTE: SI SI NO NO, AÑO XIV, n. 142 REVISTA CATÓLICA
ANTI-MODERNISTA MAYO 2004
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